«Lo que quede de mis trabajos, no tendrá nunca importancia suficiente para que las gentes pierdan el tiempo en interesarse de cómo era Julio Casares, si es que se acuerdan de mi nombre».
Este texto entresacado de sus memorias, viene a resumir la personalidad que adorna siempre a los grandes hombres.
Quisiera recordar y honrar la memoria de mi abuelo, con el que compartí vivencias en los años de mi infancia y principios de la adolescencia. Tarea harto difícil por la heterogeneidad y diversidad de las diferentes etapas de su vida, así como por la ingente labor que desarrolló en cada una de ellas. Intentaré dar algunas pinceladas, de los aspectos menos conocidos y personalidad de un hombre excepcional. Fragmentos sacados de sus inéditas memorias personales que conservo, se intercalan en mi modesto empeño. «Probablemente por el hecho de pertenecer yo a la clase media menos acomodada, me siento más cerca de los humildes y he tenido más comprensión y tolerancia para los que estaban debajo de mí que para mis superiores». Nacido en Granada en 1877; «La casa en la que vine al mundo, estaba situada en una calleja tortuosa, que corría entre El Campillo y la plaza del Carmen. Después vivimos en la calle Tundidores con balcones al Zacatín».
Su infancia y adolescencia transcurren en el seno de una familia numerosa de clase media. Su abuelo materno, Francisco Sánchez Alonso, realizó la primera instalación del alumbrado de gas en Granada y gozó de gran prestigio: “Mi abuelo materno, fue uno de los personajes más queridos y populares de Granada, y murió en la terrible epidemia de cólera en 1884 cuando yo tenía siete años”. Su padre, Guillermo Casares Botia, era un buen mozo: «Mi padre retratado en un patio árabe de la Alhambra con unos extranjeros que tuvieron el capricho de vestirse de moros, parecía un autentico y arrogante bereber. Pertenecía a la carrera de Telégrafos y se mantenía de tal modo en la vanguardia de los estudios de electricidad, que llegó a ser el precursor de varios inventos que cristalizaron en otras manos varios lustros después. Instaló pararrayos en Granada adelantándose en más de treinta años a las normas que habría de fijar la conferencia técnica de Berlín de 1910. Colocó los primeros teléfonos de España y encendió la primera lámpara eléctrica que lució en Andalucía.»
Lo que son las ironías del destino. Su abuelo materno, que introdujo en Granada el alumbrado de petróleo, hizo con ello un considerable capital para aquella época, que le permitió, entre otras cosas, construir una hermosa casa de cinco plantas en la mejor calle de la ciudad; su padre en cambio, perdió todos sus ahorros por querer obsequiar a los granadinos con las ventajas de la luz eléctrica.
Su niñez, se inicia a través de la música con el desarrollo de lo que fue la vocación de su vida, auspiciado por la gran vocación musical de su madre: “…hacia los cinco años, recibí como regalo de mi madre, un violín pequeñito, pero que no era de juguete sino un verdadero instrumento”. A la temprana edad de 9 años y formando parte de la orquesta del maestro Tomás Bretón, actuó en los conciertos sinfónicos de la Alhambra organizados en Granada, con motivo de las tradicionales fiestas del Corpus: “Al día siguiente, el fundador y director de El Defensor de Granada D. Luis Seco de Lucena, me dedicó en su periódico un largo artículo en el que figuraban frases como “niño prodigio y futura gloria de Granada”.
Su vocación musical tuvo continuidad con el traslado de toda la familia a Madrid en 1891, para continuar sus estudios de violín en el Conservatorio donde, a los 19 años, concluye la carrera con premio extraordinario, siendo designado primer violín de la orquesta del Teatro Real. Su efímera etapa como músico profesional da paso a su ingreso en 1897 en la carrera diplomática donde, por oposición, accede a la categoría de “joven de lenguas” en el Ministerio de Estado. Destinado a la Escuela de Lenguas Orientales de París para realizar el aprendizaje del japonés, curso de tres años de duración y superado con la calificación très bien en año y medio, hecho sin precedentes en la historia de la citada Escuela como consta registrado en sus anales.
A la edad de 21 años es comisionado por el Ministerio de Estado y destinado a la legación española en Tokio donde, acompañado de su inseparable violín, compagina sus tareas diplomáticas con la música. En Singapur, hace vibrar a un selecto auditorio con el arte de su violín y su profundo conocimiento de la música japonesa. El emperador Mutsu-Hito, artífice de la histórica transición del Japón feudal a las culturas occidentales, le reconoce sus méritos y conocimientos, otorgándole a sus 22 años una de las más altas condecoraciones del imperio, el Tesoro Sagrado del Japón. Pero el amor por aquella muchacha de melena larga y ojos azules, que conoció en el Conservatorio de Madrid siendo profesor le hizo regresar en el año 1900: “Un día entró a sufrir el examen de ingreso una señorita rubia, alta y delgada que me pareció diferente de todas las demás .Yo no habría sabido decir exactamente donde estaba la diferencia. Después lo he averiguado: aquella muchacha de ojos azules estaba destinada a ser mi mujer”.
Su carrera diplomática prosigue en el Ministerio de Estado y, tras diversas oposiciones superadas brillantemente, es nombrado a la edad de 37 años Jefe de Interpretación de Lenguas, apoyado en el dominio de 18 idiomas, entre los cuales se encontraban lenguas eslavas y nórdicas. El reconocimiento a su talento como lexicógrafo prosigue en 1921 con el nombramiento como académico de la Real Academia Española de la Lengua, donde en un memorable discurso de ingreso titulado “Nuevo concepto del Diccionario de la Lengua”, sienta los principios de lo que para él era la base de los futuros diccionarios, el “Diccionario por ideas”. Tras 25 largos años de encomiable trabajo personal, nula ayuda oficial y no pocas vicisitudes, entre las cuales destaca la destrucción de todo su archivo personal durante la Guerra Civil (“Cuando al día siguiente de la liberación, me acercaba con el corazón encogido a lo que había sido mi hogar, aún se veían a derecha e izquierda del camino, esparcidas como hojas secas de un otoño maldito, mis pobres papeletas, descoloridas y arrugadas”), pudo ver la luz en el año 1942 la obra emblemática de su vida, el Diccionario Ideológico de la Lengua Española, vigente en nuestros días.
Compagina en estos años sus trabajos académicos con su presencia en la Sociedad de Naciones de Ginebra donde, como Delegado del Gobierno Español, preside diversos organismos y comisiones. Entre ellos destaca su presidencia del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual con sede en París, dentro de cuyas actividades fue de relevancia internacional la conocida como “resolución Casares”, referente a la necesidad de articular el mejor medio para revisar los libros escolares de todos los países, con el fin de eliminar de ellos todo cuanto pudiera ser perjudicial a la mutua comprensión de los pueblos y al espíritu de cordialidad internacional. Dicha resolución fue aprobada por unanimidad en la V Asamblea de la Sociedad de Naciones celebrada en 1925.
Nunca perteneció, ni defendió ninguna posición política, siendo un auténtico visionario del futuro de Europa, para el que proponía ya en aquellos años una unión de estados europeos, basada en el mutuo respeto y en la cooperación y desarrollo intelectual de las diferentes naciones.
En enero de 1940, y tras el paréntesis de la Guerra Civil, es nombrado Secretario Perpetuo de la Real Academia Española de la Lengua, cargo que desempeñaría hasta su muerte en julio de 1964. Son años de trabajo oscuro y callado, revisando y actualizando el idioma con la autoridad de una eminencia mundial en el campo de la lexicografía. Sus celebrados artículos publicados durante años en el diario ABC bajo el título de “La Academia Española Trabaja”, fueron destinados al conocimiento exterior y divulgación de los trabajos realizados en la docta Casa y desconocidos en gran parte por el público. Tras años de tenaz gestión en busca de recursos ante los organismos oficiales pudo, al fin, ver bajo su dirección la puesta en marcha en enero de 1947 del Seminario de Lexicografía, herramienta indispensable para acometer la obra magna de la Real Academia: el Diccionario Histórico de la Lengua Española.
Cuanto más se profundiza sobre la vida y obra de Julio Casares aparece siempre la misma pregunta: ¿Cómo y cuándo pudo hacer tantas cosas? Y, sobre todo, tantas cosas importantes, es decir, no imaginadas ni fantaseadas, sino obtenidas a través de un trabajo constante y severos estudios apoyados por un talento natural excepcional.
Conviví con él la última etapa de su vida, en su residencia de la Real Academia, atesorando y conservando nítidamente a día de hoy vivencias imposibles de plasmar en unas letras. Aquellos días de sesión plenaria, en los que sin que mi madre lo supiera, me asomaba de manera furtiva a la platea del imponente salón de actos, donde veía a mi abuelo presidiendo la mesa junto a un señor de larga barba, que luego supe que no era otro que el insigne académico y director Ramón Menéndez Pidal.
Recuerdo la visión en su despacho del pequeño armario con medallas y condecoraciones, delicadamente dispuestas en sus cajitas forradas de fieltro, y que con el paso de los años supe que eran, entre otras: Gran Cruz de Isabel la Católica, Gran Oficial de la Legión de Honor francesa, Gran Oficial de la Corona de Italia, Tesoro Sagrado del Japón y Doble Dragón de China con botón azul. Eran el reconocimiento universal a un hombre excepcional, al que su modestia y humildad siempre le mantuvieron lejos de los grandes boatos y cercano a un espíritu humanista que presidió todas las etapas de su prolífica labor intelectual.
A principios de los años cuarenta, con el fin de mitigar la maltrecha salud de su mujer María tras los sufrimientos y privaciones padecidos en la contienda civil y retomar fuerzas de su intenso trabajo en la Real Academia Española de la Lengua, construyó una casita al borde del mar en la costa asturiana. En ella disfruté de largos veranos en su compañía. Le gustaba recordar su infancia granadina, cuando practicaba con destreza el deporte de “hacer panes”, consistente en lanzar una piedra plana a ras de la superficie del agua para que, al chocar con ella, rebotara y saliera dando saltos, cuantos más mejor. También su afición por las cometas, que con su infinita paciencia me enseñó a construir y hacer volar con destreza, recordando sus luchas con los campaneros de la catedral de Granada, considerados entonces como los más hábiles “cometeros”.
Julio Casares fue un hombre que siempre llevó en su corazón lo que él llama en sus memorias, su “amada Granada” asociada a sus recuerdos familiares y de adolescencia y a la que, muy a su pesar, pocas veces pudo volver. Cuando una vez fue preguntado por su dominio de dieciocho idiomas e inquirido por cual dominaba mejor, respondió con fino humor: “Hablar, verdaderamente solo hablo el andaluz, los demás me manejo”.
Pocas veces se dará tan ejemplar unión de dotes excepcionales y abnegada entrega. Poseía extraordinaria claridad mental, rápida y certera intuición, curiosidad que le hacía interesarse por cuantas novedades aparecían en los más diversos campos. Su inteligencia aguda y viva, empujada por una voluntad enérgica y flexible a la vez, estuvo puesta al servicio de la lengua española y de su Real Academia.
Julio Casares, tras haber consagrado su vida a estudiar la palabra humana, maravillosa aunque imperfecta y perecedera, gozará de la contemplación de la suprema Palabra, creadora y vivificante:
«Tengo tras de mí una existencia, que sin ser corta, resulta más ancha que larga por la variedad heterogénea de mis experiencias y actividades y por el contraste de los ambientes en que estas se han desenvuelto. He viajado por cuatro continentes, he cruzado los mares en sórdidos barcos de carga y en los más suntuosos trasatlánticos; he comido nidos de golondrinas y he asistido a banquetes imperiales; he alcanzado distinciones y honores a los que nunca aspiré y he gozado, en fin, de cierto renombre y de esa notoriedad discreta que halaga sin cohibir demasiado. Suele decirse que ha llenado dignamente su vida el que ha tenido un hijo, ha escrito un libro, ha plantado un árbol y ha construido una casa. Si alguien quiere medirme con este patrón, verá que he cumplido ampliamente el programa.»
Mi modesto testimonio termina aquí, escrito desde el sentimiento de admiración y cariño que siempre tuve por él. Con la esperanza de que el amor por su tierra no caiga en el olvido, y siempre se le recuerde como un granadino excepcional. Como dijo un conocido escritor de su época: “Casares, ese hombre es un monumento”
Así era mi abuelo, así era Julio Casares.
Revista Alhóndiga
Artículo: Humanidad y talento de un granadino excepcional. Julio Casares
por Eduardo Sierra Casares
Maquetación y diseño: Revista Alhóndiga
Fotografías
Acto de presentación volumen 9 dedicado a la figura de Julio Casares.
Videos
Videos en directo tomados en el acto de presentación.
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Autor: Eduardo Sierra Casares
Nieto de Julio Casares
Creo, sin lugar a dudas, que las personas permanecen vivas mientras su memoria continúa presente en nuestro corazón. Tuve la suerte de compartir los últimos años de la vida de Julio Casares y, aunque adolescente en aquellos años, conservo intactos los recuerdos que hicieron de ellos una de las épocas más felices de mi vida.
Estos recuerdos, que quisiera llegar a convertir en una pequeña semblanza del perfil humano de Julio Casares, son el modesto homenaje de su nieto para honrar la memoria y obra de su abuelo.
Buenos días.
Soy bisnieto de Guillermo. Hermano de Julio. Deseo escribir sobre mi bisabuelo y necesito información sobre la familia Casares Sanchez.
Te pido, por favor, si la tienes, me puedas remitir la información que tengáis sobre ellos. Estaría muy agradecido.
Un Saludo.
Ramón Gómez de Salazar Caso de los Cobos.