ARTÍCULO 

Julio Casares frente a

Rufino Blanco-Fombona

16 de noviembre de 2020. Francisco Javier Pérez

 

 

A raíz de la publicación de la novela El hombre de oro, del escritor venezolano Rufino Blanco-Fombona, el año 1915, el filólogo español Julio Casares escribirá cuatro artículos de gran interés para entender hoy la importancia de las lecturas que desde la lingüística se pueden hacer sobre la literatura, y más, para determinar la significación de las relaciones entre lingüistas y escritores. El primero de estos temas resultará asunto de estudio científico, mientras el segundo lo será de naturaleza sociológica. El puente entre uno y otro no deja de interesar por sus benéficos trasvases, aunque recorrerlo no siempre ofrezca la visión más afortunada sobre estas relaciones, casi siempre conducidas por la incomprensión y los desacuerdos.

La discusión que ordena Casares y que recogerá en la primera integral de su Crítica efímera (volumen tercero de sus Obras completas, bajo el antetítulo de Divertimientos filológicos, en 1947), se pasea por la consideración americana del escritor, por la significación castiza de su escritura, por el concepto de americanismo lingüístico-cultural, por el castellano de América, por el purismo lingüístico y por los altibajos emotivos del polémico escritor.

Figura con altibajos emotivos muy subrayados, para 1916, primera data de este cara a cara, el escritor venezolano ya exhibía una biografía rica en acontecimientos funestos. Sin considerar el suicidio de su joven esposa al saber de una de las infidelidades de su marido y de los varios intentos de asesinato de los que logra salvarse, el hecho violento más significativo cometido por Blanco-Fombona será el homicidio que él mismo perpetra a un coronel que se oponía a sus acciones antimonopólicas por la explotación del caucho, cuando se desempeñaba el escritor como gobernador del Territorio Federal Amazonas. Va a prisión por este hecho y no será la única en su vida, pues lo persigue con frecuencia la condena de sus adversarios políticos y con ella toda la dictadura de Juan Vicente Gómez (el abyecto generalote que se dice inspiró al García Márquez de El otoño del patriarca). Viajará más tarde a Francia y a España, donde vivirá los veintidós años más productivos de su carrera literaria (publicará un poemario, dos libros de cuentos, cuatro novelas, cuatro libros de ensayos, un libro de política, un libro de crónicas, un libro de viajes, un libro de diarios y varias ediciones críticas de obras históricas), editorial (fundará bajo las advocaciones de Bolívar, Sucre y Bello la célebre Editorial América; la empresa que inundó la vida cultural española con la mejor literatura e historia americanas) y política (a la caída de la dictadura de Miguel Primo de Rivera ejercerá, con el apoyo de los republicanos, como gobernador civil de las provincias de Almería y Navarra). 

Heredero de la rica tradición literaria de su familia paterna, fue un digno sobrino del gran escritor Eduardo Blanco, considerado como uno de los padres de la novela venezolana y recordado por describir la gesta independentista en su fresco ilíaco Venezuela heroica. Por la rama materna, Blanco-Fombona recibirá un tutelaje de su tío el sabio Manuel Fombona Palacio, miembro fundador de la Academia Venezolana de la Lengua y su primer bibliotecario perpetuo. Hijo de este, Jacinto Fombona Pachano, primo de Blanco-Fombona, será destacadísimo poeta de la Generación del 18 (la misma a la que también perteneció José Antonio Ramos Sucre, el Rimbaud venezolano). Pero la literatura no será la única de sus ocupaciones ni la única de sus preocupaciones; pues le rondará turbulentamente la historia pasada de Venezuela, tanto como la vida presente del país, para el que querrá libertad y justicia, sin conseguir que florezcan ni la una ni la otra.

El tiempo español de Blanco-Fombona será también brillante para Casares. Entre 1916 y 1936, exhibirá su vocación de escritor y crítico literario (en su fragua estética jugará la música un papel muy destacado), mientras en silencio se consolidan sus trabajos lexicográficos que tanta fama le granjearán hasta nuestros días (sus inicios como traductor y su talento poliglótico serán determinantes en el desarrollo de su actividad lingüística, que tiene su origen en la lexicografía bilingüe con sus diccionarios francés-español e inglés-español). Las primeras tareas para su magistral Diccionario ideológico de la lengua española, que publicará veinticinco años más tarde, fertilizan en su taller lexicográfico, mientras en la calle queda servida la polémica con el potente escritor venezolano.

Su bibliografía más literaria que filológica en este momento viene determinada por una gestión crítica que parece minimizar el propio autor con sintagmas que atenúan sus alcances y que demuestran una humildad intelectual infrecuente, tanto ayer como hoy. De esta suerte, irán apareciendo los volúmenes Crítica profana: Valle-Inclán, Azorín, Ricardo León, en 1916; Crítica efímera I y II, en 1918 y 1919; Índice de lecturas: Galdós, Palacio Valdés, Unamuno, Blasco Ibáñez, Miró y otros, en 1919;  que dan buena cuenta de ello y, en contraste, de la seriedad y firmeza de su hacer como estudioso de la lengua literaria y, también, de la lengua común. En 1921 ingresaría en la Real Academia Española con un discurso sobre el “nuevo concepto del diccionario de la lengua”, que se convertiría en uno de sus libros más apreciados. Ocuparía el cargo de secretario perpetuo de esta institución, desde 1939 y hasta su muerte.

Casares ha reunido bajo el rótulo de “Un escritor de América (Don Rufino Blanco Fombona)” (entre las páginas 247 y 271, del volumen arriba citado), siendo los títulos específicos: “Para alusiones”, “¿Americanismos?”, “El castellano de América” y “De la fauna literaria”, sus críticas al escritor venezolano. El primero de estos artículos ofrece la explicación que los motiva y traza las líneas centrales que desarrollará en los artículos siguientes.

Todo comienza con un desventurado comentario que Blanco-Fombona hace a la reseña favorable sobre El hombre de oro, por parte de Cansinos (que suponemos sea Rafael Cansinos Assens), en donde se mofa de Casares al colocarlo en el mismo rango de Cervantes, entre los mejores escritores de España: “escritores españoles son, por ejemplo, Cervantes y el Sr. Julio (¡) Casares: yo, por malaventura, no me parezco a Cervantes; tampoco, por fortuna, me parezco al Sr. Casares”. El filólogo granadino salta al ruedo y lo hace con un comentario no menos hiriente y burlón que el de su adversario: “Esto de verse representando a los escritores españoles y emparejado con Cervantes, siquiera sea en calidad de omega y como término inferior de comparación, es cosa que no le sucede a uno todos los días; y en cuanto a la diferencia que el señor Rufino establece entre su personalidad literaria y la mía, no he de ocultar que me satisface en extremo”.

Seguidamente, el crítico aborda el que será el principal tema de la contienda: el americanismo del venezolano, frente al españolismo del español; un apunte de mucho interés sobre la recuperación del panhispanismo de la lengua, que tanto juego dará a la comprensión del español a ambos lados del Atlántico, al rol de las academias de la lengua y a las investigaciones sobre el léxico. Aunque las argumentaciones estén conducidas por el fragor, no dejan de asentar las posiciones y de plantear los aspectos básicos que las caracterizan. Blanco-Fombona aboga por su calificación de “escritor americano” frente a cualquier otra y, más allá de similares precisiones, aboga también Casares por la suya de “escritor español”. La lengua será para el filólogo andaluz el primer motor; mientras que para el escritor venezolano, lo será la conceptualización cultural. Casares no puede entender, y este es un sentimiento que para un americano cobra mucho sentido, que Blanco-Fombona rechace el ser escritor español (escribiendo tan bien y tan castizamente, como le destaca Casares) y que hasta rechace ser escritor venezolano (en la concepción panamericana promovida por los Estados Unidos, Blanco-Fombona prefería postular el término de panhispanismo, en donde la patria chica perdería sentido frente a la expresión de la patria común y sin que cuente la particularidad nacional en comparación con la expresión de una gran nación continental). Serán rotundas sus conocidas palabras en Letras y letrados de Hispanoamérica: “No quisiera que me llamasen nunca escritor de Venezuela, sino escritor de América. Yo no escribo para los cuatro gatos de mi país. Escribo para sesenta millones de americo-latinos y veinticuatro millones de españoles. Mi patriotismo en un sentimiento de raza”. Como se ve, la lengua también será para él un elemento aglutinador de primera importancia. Casares no puede dar crédito a un americanismo así entendido: “Para mí es doble motivo de orgullo el título de escritor español, tanto por haber nacido en España como por escribir en castellano; en cambio, el señor Blanco-Fombona, que ha nacido en Venezuela y publica en Madrid libros en castellano, más o menos puro, no quiere ser, según he leído, escritor venezolano, y rechaza indignado el calificativo de español”.

Quizá, el artículo más rico en reflexiones duraderas, por su carácter de estudio y no de polémica, sea el titulado: “El castellano en América”. Casares en este texto se inscribe en el amplísimo grupo de escritores y estudiosos que piensan la lengua de América desde España, exigencia que también se tiene cuando se la piensa también desde América, por curioso que parezca tener que hacer estos énfasis, pues durante mucho tiempo solo se pensó al español desde la hegemonía peninsular. Posiblemente no exista un tema de lingüística sobre en español que haya generado tanta discusión y cuyos resultados hayan sido tan beneficiosos para la comprensión de la lengua toda.

La primera cuestión y el primer cuestionamiento recaerá sobre el manejo conceptual del nacionalismo lingüístico en algunos países americanos. Para Casares, la diferenciación carece de valor científico y se instala en los parajes de una política de sensibles manipulaciones patrióticas, en donde el rival queda identificado como la lengua española general: “Algunos sudamericanos, que, por fortuna, no son los más ni los mejores, entienden el sentimiento patriótico de sus conciudadanos haciéndoles creer que su habla nacional es cosa diferente de la lengua castellana”. Firme y rotundo, Casares rechazará toda forma de nacionalismo de la lengua: “Y es que en punto al lenguaje, que tiene sus raíces en lo más hondo del alma de la raza, la emancipación no se logra con sólo cambiar los colores de la bandera”.

Seguidamente, pasa revista a los elementos en donde pudiera haber un área de contraste entre el español de España y el de América. Aquí, la gramática no se ve afectada, la fonética levemente individualizada y el léxico muy enriquecido. Entiende que dichas diferenciaciones ocurren a lo interno de cualquiera de las regiones del español y no solo entre el español a ambos lados del Atlántico, postulando un paralelismo entre los fenómenos de cambio lingüístico: “Pero, hoy por hoy, las deformaciones fonéticas del castellano en América evolucionan paralelamente a las de España, sin que se advierta divergencia alguna que pueda ser origen de escisión”. 

Como complemento de lo anterior, se detiene a ordenar el cuerpo diferenciador cuya existencia entiende que debe reconocerse He aquí el registro de casos:

1) “La fecundidad virtual de la lengua para formar verbos con nombres y adjetivos y para sacar nombres de adjetivos y verbos, todo ello con una variedad de terminaciones no igualada jamas en otr idioma” (v.g. de repleto, repletar; de tertulia, tertuliar).

2) “Junto a estos americanismos de nueva formación hay que poner el grupo de los constituídos por desviación semántica, es decir, por cambio de significación de vocablos ya existentes. Son quizá los más abundantes, y, ciertamente, los de mayor importancia, aunque apenas hayan trascendido al lenguaje literario” (v.g. lacre ‘color rojo’; botar ‘lanzar, echar fuera’ ha derivado en botar la plata ‘malgastar el caudal’). Casares ofrecerá una conclusión aperturista, muy desapegada del habitual purismo casticista: “Contra estos americanismos no hay reacción posible: no son caprichos reflexivos de este o aquel escritor, sino productos espontáneos de la psicología popular”. 

En esta línea de reflexión, querrá entender estas diferenciaciones léxicas como producto de las variantes dialectales, muy rica también en el español peninsular, con el propósito de ofrecer legitimidad a todas las formas genuinas, en independencia de la geografía particular de donde provengan. Sin que lo subraye terminológicamente, Casares está aquí sumándose al sentimiento panhispánico que iría cobrando fuerza en la filología y cultura de las décadas venideras. Rompe lanzas en favor del diccionario académico que con mucha decisión incorpora en cada nueva edición vocablos americanos. Toda esta reflexión, en definitiva, le provee de herramientas para debilitar los argumentos antiacadémicos y antiespañoles de Blanco-Fombona. Relucen en los planteamientos del académico un trato equilibrado con la materia americanista y de estima hacia el impostergable reconocimiento de una lengua unitaria y diversa por partes iguales:

Fenómenos análogos a los que hemos señalado se observan en algunas regiones de España con relación al habla de Castilla, sin que por eso haya pensado nadie en excluir de la lengua los innumerables provincialismos andaluces, aragoneses, extremeños, etc., etc., que poco a poco se van incorporando a nuestro Diccionario oficial. Todos lo brotes y retoños del castellano vivo, ya nazcan en Belchite o en Caracas, son igualmente suyos. Y entendiéndolo así, la Academia Española, esa academia cuya existencia se complace en ignorar el Sr. Blanco-Fombona, va sancionando en cada edición de su léxico mayor número de americanismos, para lo cual cuenta, sin duda, con el concurso valioso de las academia sudamericanas.

Convengamos, pues, en que el castellano de España y el de América son, hoy por hoy, una misma lengua, y aprestémonos a luchar contra el enemigo común: el galicismo, aliado allá en algunas regiones con otro corruptor no menos temible: el italianismo.

Sin embargo, el artículo termina con una advertencia de orden hegemónico, propia de la época temprana en que fue escrito este texto y que revela a un Casares en proceso de maduración sobre los valores americanos de la lengua. Idas y venidas del panhispanismo aun por instalarse definitivamente:

Lo dicho en estos artículos acerca del vasallaje que han de rendir al castellano, quieras que no, las naciones hispanoamericanas, se funda exclusivamente en razones filológicas, y para nada se refiere a las relaciones de otro orden que con dichas naciones mantenemos. 

Está convencido de que la unión se logrará por la vía del orgullo compartido entre españoles y americanos y nunca, como todavía de cuando en cuando se escucha, por el efecto de falsarios discursos de “confraternidad retórica”:

No soy de los que pretenden “estrechar lazos”, ni me parece decoroso el papel de la madre empobrecida que mendiga frases de amor filial. Seamos nosotros cada vez más españoles, y ellos cada vez más americanos; honremos nosotros a los conquistadores del Nuevo Mundo, y honren ellos a los héroes de su independencia. Antes vendrán por este camino la mutua estimación y el afecto que por el de los brindis y discursos, llenos de confraternidad retórica.

Un cuarto y último artículo, de título “De la fauna literaria”, dará fin a la polémica en los mismos términos con los que había comenzado; es decir, sin consenso alguno entre las dos celebridades en tensión. En lo que sí parecen coincidir es en invocar la autoridad irrefutable del gran Andrés Bello, que ha aparecido en todos los textos, aunque para avalar, según cada uno, sus distintas posiciones sobre la lengua. Acompañan a Bello, otros nombres grandes de la lingüística americana: el también venezolano Rafael María Baralt y el colombiano Rufino José Cuervo.

Leer hoy de manera enfrentada a Casares y a Blanco-Fombona no tiene sentido, más allá de recordar el desencuentro filológico. Lo que tiene importancia es cómo estos dos hombres notables fueron capaces de discutir por las formas, cuando los contenidos eran armónicamente concurrentes. Por suerte, esos tiempos de maneras formales fueron depuestos en favor de otros en los que la complejidad de los conceptos era incuestionable. Sin entenderse, llegaron a sostener ideas muy similares sobre el rumbo de la lengua. Sin admirarse, fueron capaces de merodear en torno a principios clave en la comprensión de la lengua. El futuro le daría la razón a los dos y este es, singularmente, el mejor final para una polémica que nunca debió celebrarse.   

Francisco Javier Pérez

Actual secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE, Madrid).

Profesor Titular jubilado de la Universidad Católica Andrés Bello (Caracas, Venezuela).

Miembro de número de la Academia Venezolana de la Lengua.

Miembro correspondiente de la Real Academia Española y de las academias de la lengua de Panamá, Cuba, Chile, Estados Unidos y Uruguay.

Miembro honorario de la Academia Colombiana de la Lengua. 

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